Se terminA? el cafA� en la casa. La opciA?n mA?s cercana es la tienda de Willy. Le digo a Gabriela que me acompaA�e. Emprendemos el camino, de unos diez minutos a pasos de una niA�a de dos aA�os y ocho meses. Cuando pasamos al lado del taller que siempre tiene las puertas de hierro cerradas, nos detenemos para ver si vemos el perro viejo. No estA?, tal vez haya muerto, le costaba mucho trabajo levantarse.

Unos metros mA?s adelante, sobre el cuadrado de cemento pegado a la acera para colocar la basura, estA? una anciana. Nos dice algo. Solo le entiendo la palabra a�?nenaa��. Casualidad que en casa a Gabriela le llamamos Nena. La anciana tiene los cabellos libres y el rostro endurecido por los golpes del tiempo.

La dejamos conversando con los seres invisibles que la atormentan y mirando los carros que transitan un sA?bado por la maA�ana por la vA�a EspaA�a. En el restaurante nuevo que abre las 24 horas, no hay nadie. No tenemos que llegar a la entrada del banco mA?s adelante para saber que los trabajadores cobraron. Cerca de la casa hay seis edificios en obras que todavA�a nos roban la tranquilidad y entre los obreros hay mujeres con cuadernos en manos. DA�a de pago. Afuera del banco, en medio de la masa de obreros, estA? un amigo – que no trabaja en la construcciA?n – y conversamos unos minutos.

Parado allA� recordA� un episodio con Gabriela en un centro de pago. El guardia de seguridad querA�a que pasarA? a la bebA� por el detector de metales. En vano le expliquA� que esa radiaciA?n podrA�a afectar su salud. a�?Yo se la tengo mientras usted pasaa�?, me dijo una seA�ora que escuchaba la conversaciA?n.
Gabriela y yo nos despedimos de mi amigo y seguimos el camino.

Unos metros antes de la tienda de Willy hay una casa deshabitada y cercada con postes de hierro y cuerdas de alambre. En uno de esos postes hay un hombre de edad incalculable sacando sonidos con unos pedazos de fierro. Toca y hace como que canta. Gabriela se queda mirando al hombre.

En la galera que vende medicamentos, Gabriela pregunta por Pepe. Ella piensa que todos los loros se llaman Pepe. Lo aprendiA? de la televisiA?n. DA�as atrA?s, camino a otro banco pasamos por allA� y vimos un lorito aplastado en el estacionamiento de la galera. a�?Pepe tiene yayaia��, comentA? al ver el pajarito.
AtrA?s quedan el vendedor de periA?dicos, el seA�or de los batidos de frutas y el anciano con una discapacidad que acerca una vasija de plA?stico a las ventanas de los carros. Todos quieren sacarle el mA?ximo provecho a la luz roja. En la tarde, estos seA�ores serA?n relevados por el vendedor de rosas y artA�culos para celulares.

Ahora sA� estamos en la tienda. Buscamos el estante donde colocan cafA�. Al regreso, estA? el hombre sacando mA?sica a los postes. Gabriela se detiene a mirarlo. En la fila del banco sigue mi amigo.

El restaurante, pese a ser media maA�ana, sigue sin comensales. De seguir asA�, correrA? la misma suerte que el anterior. La anciana sigue sentada sobre el basurero y vuelve a decir algo a Gabriela. Pienso en detenerme y acercarnos un poco pero descarto la idea porque en el lote baldA�o del otro lado vivA�a una seA�ora que me gritaba que me harA�a daA�o con un cuchillo. Seguimos.

A pocos metros de la entrada del edificio alguien me llama. Es una seA�ora que carga una escoba. Me dice desde la acera que le dA� algo para un cafA�. Le entregA? un dA?lar.
a�?Paseando tempranitoa�?, le dice el seA�or de la limpieza del edificio a Gabriela. a�?Ahora vamos a ver a Marinaa�?, contesta ella. Marina son las tres tortugas gigantes que viven en el estanque del Centro Natural de Punta Culebra. Cuando era mA?s pequeA�a recibiA? una tortuga de plA?stico que nombramos Marina. Ahora todas las tortugas son Marina.

En la Calzada de Amador, Gabriela puede pasar horas mirando aquellas tres tortugas nadar a flote de la pequeA�a alberca llena de agua de mar. En este mismo punto, unos meses atrA?s, nos explicaron que la rana dorada no es mA?s que un simple sapo.

Otra de las actividades obligadas en este sitio es la bA?squeda de las iguanas. En ocasiones estA?n amistosas y se dejan ver a pocos metros y en otras tenemos que buscarlas en las ramas mA?s altas de los corotA?s.
El paseo sabatino no termina sin ver los peces en el muelle. La cantidad dependerA? de la marea. Si estA? alta, habrA? una gran cantidad de peces buscando los pedazos de pan que le lanzan los visitantes. Si la marea estA? baja, solo habrA?n unos cuantos nadando a ras de las piedras. a�?La mamA? de los pececitosa�?, dijo Gabriela al ver un pez mA?s grande que los demA?s.

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Este un paseo de baja revoluciA?n con Gabriela. Ya casi llegando a los tres aA�os se toma la vida con calma. AtrA?s quedA? ese subir y bajar de las escaleras, por diversiA?n, ante la mirada de toda la sala de espera del centro de salud de RA�o Abajo cuando la llevaba por las vacunas. De aquella A�poca me queda un remordimiento que no se me borrarA? nunca de la memoria: Por recomendaciA?n de la enfermera le puse cuatro inyecciones un mismo dA�a. Fue la A?nica vez que la vi llorar por una inyecciA?n.

Ahora, los dA�as de semana, su dA�a comienza mA?s temprano, asiste tres horas a una escuela cercana. Mientras estA? con sus compaA�eros, la casa queda en silencio. Las imA?genes de los dibujos animados me dan vuelta en la cabeza: La niA�a rusa con su amigo el oso, la pequeA�a exploradora del bosque, el oso rojo y el azul, los ratones mA?s famosos del mundo y sus amigos.

Cuando el reloj marca las diez y cincuenta, ya voy camino a buscarla. Por si tiene hambre, le llevo una tetita a�?calientea�? porque no le gustan las tetitas que han estado en la nevera.

a�?Paseando tempranitoa��, nos dice el seA�or de la limpieza. Ya casi llegando a los tres aA�os, Gabriela se toma la vida con calma. AtrA?s quedA? ese subir y bajar de escaleras en el centro de salud los dA�as de vacunas.